Poeta mexicano nacido en Monterrey. Estudió Ingeniería y se dedica a la reestructuración de empresas. Es también traductor, sagaz crítico literario y un devastador ensayista cultural, económico y político. Colaboró en la Revista Mexicana de Literatura y ha acompañado a Octavio Paz en Plural y Vuelta. Sus ideas transitan de sus ensayos a sus poemas, y la ironía es punto clave de su argumentación. Con Gerardo Deniz y Eduardo Lizalde, maneja una acidez y un humor escasos en la poesía mexicana, y sus poemas tienen una densidad que desarticula las aparentes simplicidades, yendo de situaciones terrenas a postulados desconcertantes y a veces místicos. Sus libros de poesía son: Fábula de Narciso y Ariadna (1958), Seguimiento (1964), Campo nudista (1969), Práctica mortal (1973), Cuestionario (1976) y Sonetos y canciones (1982). Entre sus ensayos están Leer poesía (1972), Los demasiados libros (1972), Cómo leer en bicicleta (1975), El progreso improductivo (1979), La poesía en la práctica (1985), La economía presidencial (1987). Fue premio Xavier Villaurrutia y es miembro de El Colegio Nacional. Gabriel Zaid nunca ha dado una entrevista, ni se ha dejado fotografiar.
Desde 1606, misioneros, antropólogos, turistas, ingenieros, médicos, sociólogos, economistas, políticos, comerciantes, autoridades, han llevado el progreso a los tarahumaras. En 1606, el progreso consistía en ser bautizados, usar ropa española de la época, jurar fidelidad a Felipe III. Todo lo cual, naturalmente, ya no era un progreso cuando llegó el credo liberal, la ropa del siglo XIX, la fidelidad a la república.
Al pasar de los siglos, mientras el progreso se volvía atraso, y los visitantes, redentores, opresores, investigadores, iban cambiando de ideas, de ropa, de aparatos, los tarahumaras no cambiaron mucho. Persisten en su ser tradicional, hasta cuando asimilan elementos de la cultura del progreso y los convierten en cultura tradicional. Han sido despojados de tierras y de bosques, han tenido que replegarse a la sierra más inaccesible, pero se han resistido e desechar lo que son, para adoptar lo último que hay que ser.
No son los arios, ni los proletarios, ni los cristianos, ni los occidentales, los que imponen su ser, como modelo culminante de la humanidad: son los universitarios, la gente de libros. Platón se sonroja, titubea, pero finalmente dice que la humanidad debe ser como Platón. En la república platónica de Paraguay, en la Sierra Tarahumara, en China, los jesuitas tratan de abrir el cristianismo a todas las culturas; y, con toda generosidad, prodigan su propio ser: siente que no hay mayor oportunidad para un indio que dejar de serlo y convertirse en jesuita.
Pero el progreso no aparece con la cultura del progreso, hoy la cultura dominante en el planeta. Aparece con las bandas nómadas, igualitarias, ociosas, que dejan en la memoria de la humanidad la nostalgia de una edad de oro. Les debemos la domesticación del fuego, uno de los mayores progresos de la humanidad, así como la conciencia de su enorme significación, y hasta una de las primeras arrogancias progresistas: los mitos prometeicos.
Esta crítica es universal y se prolonga hasta tiempos recientes: para los griegos la primera mujer creada por los dioses (Pandora) inventa la agricultura, y en su afán de saber, destapa la caja de donde escapa la ambición; Buda predica contra la angustia de la autonomía previsora (“No guardes comida, ni bebida, ni ropa, ni te angusties”); Cristo ensalza la vida desapegada, recolectora, de las aves del cielo que “ni siembra, ni cosecha, ni tiene graneros”; san Francisco, frente a un progreso mayor (la revolución comercial de la Edad Media), trata de vivir reconciliado con la naturaleza (en vez de explotarla), atenido a la providencia divina y la caridad de los demás; los mormones, los hippies, los que hoy eligen la simplicidad voluntaria, la agricultura orgánica, la tecnología ligera, prolongan esta crítica frente a la revolución industrial.
Desgraciadamente, la tribu universitaria, descendiente de Platón y los sofistas, más que de Sócrates, desprecia la sabiduría indígena; y hoy que está a cargo de la ciencia, la industria, la guerra, el capital, el poder, la religión, se deja arrastrar por el progreso, más que domesticarlo y ponerlo al servicio de la vida.
No hay que espera, inocentemente, que eso pudiera sanear la moneda titular. Más bien la estandarización en lo que valga: la poca ley sería central, la devaluación central. Se puede planificar, pero no detener, el deterioro de dos cosas que van a seguir empeorando en México: el tráfico y la educación superior. En le automóvil y el título universitario cristalizan muchos intereses creados mitológicos, psicológicos, económicos.
En ciertas variantes de la mitología del progreso, esto se acepta como natural y hasta se planifica para asegurar que las minorías privilegiadas le convengan (supuestamente) al resto de la humanidad: la mayoría no privilegiada. Con más coherencia, en la tradición anarquista se ha llegado a pensar en suprimir el automóvil y los títulos profesionales. Pero parece utópico. Las universidades mexicanas no valen lo que custan. Son una especie de potlatch, que consiste en despilfarrar para ganar posición social, y para hacer que pierdan (legitimidad) los que no puedan hacerlo.
Se habla mal del capitalismo monopolista y de los socialismos reales, pero no se habla mal de lo que está detrás de ambos: el capitalismo curricular, la acumulación de méritos, de realizaciones, de lucimiento, de servicio a la sociedad, que permite servirse con la cuchara grande y además ser aplaudido. Los que tienen más currículo pueden quedarse con la plusvalía de los que tienen menos: ganar más, comer mejor, viajar al extranjero, comprar en tiendas especiales, dar órdenes.
Haber acumulado escolaridad, luego una beca, luego un viaje de estudios, luego una jefatura; haber reinvertido las ganancias en sacar una maestría, un doctorado, haber tenido tal puesto, tal premio, tal nombramiento; haber publicado, viajado a una convención, dado conferencias; ser entrevistado, ser citado; heber estudiado en tal parte, ser discípulo de Fulano, compañero de Mengano, maestro de Zutano, miembro del equipo que logró tal cosa, o de tal mesa directiva; estar muy bien relacionado, tener derecho de picaporte para llamar, visitar, ser escuchado, por gente importante…éste es el capital que (afortunadamente para nosotros) tiene hoy buena prensa y buenas rentas: el capital curricular.
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